jueves, 16 de enero de 2020

CONSTRUCCION DE ESCENAS I


 La construcción de la escena I

Un relato se compone de escenas encadenadas. Puede ser una sola escena para un relato ultra breve, pero habitualmente son más, para permitir un planteamiento, un nudo y un desenlace. Incluso en el famoso microcuento de Augusto Monterroso, "Cuando se despertó, el dinosaurio todavía estaba allí", hay tres momentos: el primero, elidido pero señalado por el adverbio "todavía", sucede antes de que comience el relato (el dinosaurio estaba en el sueño del protagonista). El segundo es el momento del despertar, de ruptura con el sueño y sus habitantes oníricos. El tercero, sorpresivo, es el descubrimiento de que el dinosaurio que ha traspasado la de modo fantasmal la frontera del sueño y se ha instalado en la realidad. Ocho palabras que encierran un cuento fantástico con presentación, nudo y desenlace.
Así pues, las palabras construyen frases, que se encadenan formando escenas, y estas a su vez relatos o novelas. Y es en la construcción de las escenas en donde queremos detenernos en este capítulo, porque de algún modo constituye la unidad narrativa mínima: la que, cuando está bien edificada, nos sumerge en la lectura y nos encadena a la narración. Hay muchas maneras de hacerlo, y aquí vamos a ver una de ellas que, sin aventurar que sea la única ni la mejor, sí es, desde luego, una manera efectiva y utilizada por grandes autores de distintas épocas y tendencias.
Y lo primero que hay que decir es que una escena gira alrededor de algo, habitualmente un objeto físico tangible, y que, para que sea visible al lector, suele acumular una buena cantidad de objetos, sustantivos concretos, verbos de acción y repeticiones. Pero no uno ni dos, sino un a buena cantidad de ellos. Veamos un ejemplo para ver cómo funciona este esquema, sacado de uno de los mejores y más divertidos relatos de ciencia-ficción escritos nunca. Nos referimos al comienzo del Viaje séptimo, de Stanislaw Lem (los subrayados y las letras negritas son nuestros):
Cuando el lunes, día dos de abril estaba cruzando el espacio en las cercanías de Betelgeuse, un meteorito, no mayor que una semilla de habichuela, perforó el blindaje e hizo añicos el regulador de la dirección y una parte de los timones, lo que privó al cohete de la capacidad de maniobra. Me puse la escafandra, salí fuera e intenté reparar el dispositivo; pero pronto me convencí de que para atornillar el timón de reserva, que, previsor, llevaba conmigo, necesitaba la ayuda de otro hombre. Los constructores proyectaron el cohete con tan poco tino, que alguien tenía que sostener con una llave la cabeza del tornillo, mientras otro apretaba la tuerca. Al principio no me lo tomé demasiado en serio y perdí varias horas en vanos intentos de aguantar una de las dos llaves con los pies y, la otra en mano, apretar el tornillo del otro lado. Perdí la hora de la comida, pero mis esfuerzos no dieron resultado. Cuando ya, casi casi, estaba logrando mi propósito, la llave se me escapó de debajo del pie y voló en el espacio cósmico. Así pues, no solamente no arreglé nada, sino que perdí encima una herramienta valiosa que se alejaba ante mi vista y se iba achicando sobre el fondo de estrellas. Un tiempo después, la llave volvió...

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