ASPECTOS DEL
CUENTO
Julio Cortázar
Puesto que voy a ocuparme de algunos aspectos
del cuento como género literario, y es posible que algunas de mis ideas
sorprendan o choquen a quienes las lean, me parece de una elemental honradez
definir el tipo de narración que me interesa, señalando mi especial manera de
entender el mundo.
Pero además de ese alto en el camino que todo
escritor debe hacer en algún momento de su labor, hablar del cuento tiene un
interés especial para nosotros, puesto que casi todos los países americanos de
lengua española le están dando al cuento una importancia excepcional, que jamás
había tenido en otros países latinos como Francia o España. Entre nosotros,
como es natural en las literaturas jóvenes, la creación espontánea precede casi
siempre al examen crítico, y está bien que así sea. Nadie puede pretender que
los cuentos sólo deban escribirse luego de conocer sus leyes. En primer lugar,
no hay tales leyes; a lo sumo cabe hablar de puntos de vista, de ciertas
constantes que dan una estructura a ese género tan poco encasillable; en
segundo lugar los teóricos y los críticos no tienen por qué ser los cuentistas
mismos, y es natural que aquellos sólo entren en escena cuando exista ya un
acervo, un acopio de literatura que permita indagar y esclarecer su desarrollo
y sus cualidades.
Es preciso llegar a tener una idea viva de lo
que es el cuento, y eso es siempre difícil en la medida en que las ideas
tienden a lo abstracto, a desvitalizar su contenido, mientras que a su vez la
vida rechaza angustiada ese lazo que quiere echarle la conceptualización para
fijarla y categorizarla. Pero si no tenemos una idea viva de lo que es el
cuento habremos perdido el tiempo, porque un cuento, en última instancia, se
mueve en ese plano del hombre donde la vida y la expresión escrita de esa vida
libran una batalla fraternal, si se me permite el término; y el resultado de
esa batalla es el cuento mismo, una síntesis viviente a la vez que una vida
sintetizada, algo así como un temblor de agua dentro de un cristal, una
fugacidad en una permanencia. Sólo con imágenes se puede trasmitir esa alquimia
secreta que explica la profunda resonancia que un gran cuento tiene entre
nosotros, y que explica también por qué hay muchos cuentos verdaderamente
grandes.
Para entender el carácter peculiar del cuento se
le suele comparara con la novela, género mucho más popular y sobre el cual
abundan las preceptivas. Se señala, por ejemplo, que la novela se desarrolla en
el papel, y por lo tanto en el tiempo de la lectura, sin otro límite que el
agotamiento de la materia novelada; por su parte, el cuento parte de la noción
de límite, y en primer término de límite físico, al punto que en Francia,
cuando un cuento excede las veinte páginas, toma ya el nombre de nouvelle,
género a caballo entre el cuento y la novela propiamente dicha. En ese sentido,
la novela y el cuento se dejan comparar analógicamente con el cine y la
fotografía, en la medida en que una película es en principio un "orden
abierto", novelesco, mientras que una fotografía lograda presupone una
ceñida limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo que abarca la
cámara y por la forma en que el fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación.
No sé si ustedes han oído hablar de su arte a un fotógrafo profesional; a mí
siempre me ha sorprendido el que se exprese tal como podría hacerlo un
cuentista en muchos aspectos. Fotógrafos de la calidad de un Cartier-Bresson o
de un Brasai definen su arte como una aparente paradoja: la de recortar un
fragmento de la realidad, fijándole determinados límites, pero de manera tal
que ese recorte actúe como una explosión que abre de par en par una realidad
mucho más amplia, como una visión dinámica que trasciende espiritualmente el
campo abarcado por la cámara. Mientras en el cine, como en la novela, la
captación de esa realidad más amplia y multiforme se logra mediante el
desarrollo de elementos parciales, acumulativos, que no excluyen, por supuesto,
una síntesis que dé el "clímax" de la obra, en una fotografía o en un
cuento de gran calidad se procede inversamente, es decir que el fotógrafo o el
cuentista se ven precisados a escoger y limitar una imagen o un acaecimiento
que sean significativos, que no solamente valgan por sí mismos, sino que sean
capaces de actuar en el espectador o en el lector como una especie de apertura,
de fermento que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va
mucha más allá de la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el
cuento.
Tomen ustedes cualquier gran cuento que prefieran,
y analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos
gratuitos, meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder
acumulativamente, que no tiene por aliado al tiempo; su único recurso es
trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del
espacio literario. Y esto, que así expresado parece una metáfora, expresa sin
embargo lo esencial del método. El tiempo del cuento y el espacio del cuento
tienen que estar como condenados, sometidos a una alta presión espiritual y
formal para provocar esa "apertura" a que me refería antes. Basta
preguntarse por qué un determinado cuento es malo. No es malo por el tema,
porque en literatura no hay temas buenos ni temas malos, solamente hay un buen
o un mal tratamiento del tema. Tampoco es malo porque los personajes carecen de
interés, ya que hasta una piedra es interesante cuando de ella se ocupan un
Henry James o un Franz Kafka. Un cuento es malo cuando se lo escribe sin esa
tensión que debe manifestarse desde las primeras palabras o las primeras
escenas. Y así podemos adelantar ya que las nociones de significación, de
intensidad y de tensión han de permitirnos, como se verá, acercarnos mejor a la
estructura misma del cuento.
Decíamos que el cuentista trabaja con un
material que calificamos de significativo. El elemento significativo del cuento
parecería residir principalmente en su tema, en el hecho de escoger un
acaecimiento real o fingido que posea esa misteriosa propiedad de irradiar algo
más allá de sí mismo, al punto que un vulgar episodio doméstico, como ocurre en
tantos admirables relatos de una Katherine Mansfield o un Sherwood Anderson, se
convierta en el resumen implacable de una cierta condición humana, o en el
símbolo quemante de un orden social o histórico. Un cuento es significativo
cuando quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que
ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces
miserable anécdota que cuenta. Pienso, por ejemplo, en el tema de la mayoría de
los admirables relatos de Antón Chejov. ¿Qué hay allí que no sea tristemente
cotidiano, mediocre, muchas veces conformista o inútilmente rebelde? Lo que se
cuenta en esos relatos es casi lo que de niños, en las aburridas tertulias que
debíamos compartir con los mayores, escuchábamos contar a los abuelos o a las
tías; la pequeña, insignificante crónica familiar de ambiciones frustradas, de
modestos dramas locales, de angustias a la medida de una sala, de un piano, de
un té con dulces. Y, sin embargo, los cuentos de Katherine Mansfield, de
Chéjov, son significativos, algo estalla en ellos mientras los leemos y nos
proponen una especie de ruptura de lo cotidiano que va mucho más allá de la
anécdota reseñada.
Ustedes se han dado ya cuenta de que esa significación
misteriosa no reside solamente en el tema del cuento, porque en verdad la
mayoría de los malos cuentos que todos hemos leído contienen episodios
similares a los que tratan los autores nombrados. La idea de significación no
puede tener sentido si no la relacionamos con las de intensidad y de tensión,
que ya no se refieren solamente al tema sino al tratamiento literario de ese
tema, a la técnica empleada para desarrollar el tema. Y es aquí donde,
bruscamente, se produce el deslinde entre el buen y el mal cuentista. Por eso
habremos de detenernos con todo el cuidado posible en esta encrucijada, para
tratar de entender un poco más esa extraña forma de vida que es un cuento
logrado, y ver por qué está vivo mientras otros, que aparentemente se le parecen,
no son más que tinta sobre papel, alimento para el olvido.
Un cuentista: es un hombre que de pronto,
rodeado de la inmensa algarabía del mundo, comprometido en mayor o en menor
grado con la realidad histórica que lo contiene, escoge un determinado tema y
hace con él un cuento.
Hay tema, repito, y ese tema va a volverse
cuento. Antes que ello ocurra, ¿qué podemos decir del tema en sí? ¿Por qué ese
tema y no otro? ¿Qué razones mueven consciente o inconscientemente al cuentista
a escoger un determinado tema? Puede tratarse de una anécdota perfectamente
trivial y cotidiana. Lo excepcional reside en una cualidad parecida a la del
imán; un buen tema atrae todo un sistema de relaciones conexas, coagula en el
autor, y más tarde en el lector, una inmensa cantidad de nociones,
entrevisiones, sentimientos y hasta ideas que flotan virtualmente en su memoria
o su sensibilidad; un buen tema es como un sol, un astro en torno al cual gira
un sistema planetario del que muchas veces no se tenía consciencia hasta que el
cuentista, astrónomo de palabras, nos revela su existencia.
Y ese hombre que en un determinado momento elige
un tema y hace con él un cuento será un gran cuentista si su elección contiene
-a veces sin que él lo sepa conscientemente- esa fabulosa apertura de lo
pequeño hacia lo grande, de lo individual y circunscrito a la esencia misma de
la condición humana. Todo cuento perdurable es como la semilla donde está
durmiendo el árbol gigantesco. Ese árbol crecerá en nosotros, dará su sombra en
nuestra memoria.
En suma, puede decirse que no hay temas
absolutamente significativos o absolutamente insignificantes. Lo que hay es una
alianza misteriosa y compleja entre cierto escritor y cierto tema en un momento
dado, así como la misma alianza podrá darse luego entre ciertos cuentos y
ciertos lectores.
Lo que está antes es el escritor, con su carga
de valores humanos y literarios, con su voluntad de hacer una obra que tenga un
sentido; lo que está después es el tratamiento literario del tema, la forma en
que el cuentista, frente a su tema, lo ataca y sitúa verbal y estilísticamente,
lo estructura en forma de cuento, y lo proyecta en último término hacia algo
que excede el cuento mismo.
Pero si todo se redujera a eso, de poco
serviría; ahora, como último término del proceso, como juez implacable, está
esperando al lector, el eslabón final del proceso creador, el cumplimiento o
fracaso del ciclo. Y es entonces que el cuento tiene que nacer puente, tiene
que nacer pasaje, tiene que dar el salto que proyecte la significación inicial,
descubierta por el autor, a ese extremo más pasivo y menos vigilante y muchas
veces hasta indiferente que se llama lector.
Los cuentistas inexpertos suelen caer en la
ilusión de imaginar que les basta escribir lisa y llanamente un tema que los ha
conmovido, para conmover a su turno a los lectores. Incurren en la ingenuidad
de aquel que encuentra bellísimo a su hijo, y da por supuesto que todos los
demás lo ven igualmente bello. Con el tiempo, con los fracasos, el cuentista
capaz de superar esa primera etapa ingenua, aprende que en la literatura no
bastan las buenas intenciones. Descubre que para volver a crear en el lector
esa conmoción que lo llevó a él a escribir el cuento, es necesario un oficio de
escritor, y que ese oficio consiste, entre muchas otras cosas, en lograr ese
clima propio de todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la
atención, que aísla al lector de todo lo que lo rodea para después, terminado
el cuento, volver a conectarlo con sus circunstancias de una manera nueva,
enriquecida, más honda o más hermosa. Y la única forma en que puede conseguirse
este secuestro momentáneo del lector es mediante un estilo basado en la
intensidad y en la tensión, un estilo en el que los elementos formales y
expresivos se ajusten, sin la menor concesión, a la índole del tema, le den su
forma visual y auditiva más penetrante y original, lo vuelvan único,
inolvidable, lo fijen para siempre en su tiempo y en su ambiente y en su
sentido más primordial. Lo que llamo intensidad en un cuento consiste en la
eliminación de todas las ideas o situaciones intermedias, de todos los rellenos
o fases de transición que la novela permite e incluso exige. Ninguno de ustedes
habrá olvidado El barril de amontillado, de Edgar A. Poe. Lo extraordinario de
este cuento es la brusca prescindencia de toda descripción de ambiente. A la
tercera o cuarta frase estamos en el corazón del drama, asistiendo al
cumplimiento implacable de una venganza.
Significación:
Un cuento es significativo cuando quiebra sus
propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamente
algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces miserable anécdota que
cuenta. algo estalla en ellos mientras los leemos y nos proponen una especie de
ruptura de lo cotidiano que va mucho más allá de la anécdota reseñada.
intensidad y de tensión: que ya no se refieren
solamente al tema sino al tratamiento literario de ese tema, a la técnica
empleada para desarrollar el tema.
Pero esos pequeños, insignificantes cuentos,
esos granos de arena en el inmenso mar de la literatura, siguen ahí, latiendo
en nosotros. ¿No es verdad que cada uno tiene su colección de cuentos? Yo tengo
la mía, y podría dar algunos nombres. Tengo William Wilson de Edgar A. Poe;
tengo Bola de sebo de Guy de Maupassant. Los pequeños planetas giran y giran:
ahí está Un recuerdo de Navidad de Truman Capote; Tlön, Uqbar, Orbis Tertius de
Jorge Luis Borges; Un sueño realizado de Juan Carlos Onetti; La muerte de Iván
Ilich, de Tolstoi; Cincuenta de los grandes, de Hemingway; Los soñadores, de
Izak Dinesen,
En ellos, con modalidades típicas de cada uno,
la intensidad es de otro orden, y yo prefiero darle el nombre de tensión. Es
una intensidad que se ejerce en la manera con que el autor nos va acercando
lentamente a lo contado. Todavía estamos muy lejos de saber lo que va a ocurrir
en el cuento, y sin embargo no podemos sustraernos a su atmósfera. En el caso
de El barril de amontillado y de Los asesinos, los hechos despojados de toda
preparación saltan sobre nosotros y nos atrapan; en cambio, en un relato
demorado y caudaloso de Henry James -La lección del maestro, por ejemplo- se
siente de inmediato que los hechos en sí carecen de importancia, que todo está
en las fuerzas que los desencadenaron, en la malla sutil que los precedió y los
acompaña. Pero tanto la intensidad de la acción como la tensión interna del
relato son el producto de lo que antes llamé el oficio de escritor, y es aquí
donde nos vamos acercando al final de este paseo por el cuento.
los buenos cuentos los están escribiendo quienes
dominen el oficio en el sentido ya indicado.
Miremos la cosa desde el ángulo del cuentista y
en este caso, obligadamente, desde mi propia versión del asunto. Un cuentista
es un hombre que de pronto, rodeado de la inmensa algarabía del mundo,
comprometido en mayor o en menor grado con la realidad histórica que lo
contiene, escoge un determinado tema y hace con él un cuento. Este escoger un
tema no tan es sencillo. A veces el cuentista escoge, y otras veces siente como
si el tema se le impusiera irresistiblemente, lo empujara a escribirlo. En mi
caso, la gran mayoría de mis cuentos fueron escritos -cómo decirlo- al margen
de mi voluntad, por encima o por debajo de mi consciencia razonante, como si yo
no fuera más que un médium por el cual pasaba y se manifestaba una fuerza
ajena. Pero eso, que puede depender del temperamento de cada uno, no altera el
hecho esencial, y es que en un momento dado hay tema, ya sea inventado o
escogido voluntariamente, o extrañamente impuesto desde un plano donde nada es
definible. Hay tema, repito, y ese tema va a volverse cuento. Antes que ello
ocurra, ¿qué podemos decir del tema en sí? ¿Por qué ese tema y no otro? ¿Qué
razones mueven consciente o inconscientemente al cuentista a escoger un
determinado tema?
A mí me parece que el tema del que saldrá un
buen cuento es siempre excepcional, pero no quiero decir con esto que un tema
deba de ser extraordinario, fuera de lo común, misterioso o insólito. Muy al
contrario, puede tratarse de una anécdota perfectamente trivial y cotidiana. Lo
excepcional reside en una cualidad parecida a la del imán; un buen tema atrae
todo un sistema de relaciones conexas, coagula en el autor, y más tarde en el
lector, una inmensa cantidad de nociones, entrevisiones, sentimientos y hasta
ideas que flotan virtualmente en su memoria o su sensibilidad; un buen tema es
como un sol, un astro en torno al cual gira un sistema planetario del que
muchas veces no se tenía consciencia hasta que el cuentista, astrónomo de
palabras, nos revela su existencia. O bien, para ser más modestos y más
actuales a la vez, un buen tema tiene algo de sistema atómico, de núcleo en
torno al cual giran los electrones; y todo eso, al fin y al cabo, ¿no es ya
como una proposición de vida, una dinámica que nos insta a salir de nosotros
mismos y a entrar en un sistema de relaciones más complejo y hermosos? Muchas
veces me he preguntado cuál es la virtud de ciertos cuentos inolvidables. En el
momento los leímos junto con muchos otros, que incluso podían ser de los mismos
autores. Y he aquí que los años han pasado, y hemos vivido y olvidado tanto.
Pero esos pequeños, insignificantes cuentos,
esos granos de arena en el inmenso mar de la literatura, siguen ahí, latiendo
en nosotros. ¿No es verdad que cada uno tiene su colección de cuentos? Yo tengo
la mía, y podría dar algunos nombres. Tengo William Wilson de Edgar A. Poe;
tengo Bola de sebo de Guy de Maupassant. Los pequeños planetas giran y giran:
ahí está Un recuerdo de Navidad de Truman Capote; Tlön, Uqbar, Orbis Tertius de
Jorge Luis Borges; Un sueño realizado de Juan Carlos Onetti; La muerte de Iván
Ilich, de Tolstoi; Cincuenta de los grandes, de Hemingway; Los soñadores, de
Izak Dinesen, y así podría seguir y seguir... Ya habrán advertido ustedes que
no todos esos cuentos son obligatoriamente de antología. ¿Por qué perduran en
la memoria? Piensen en los cuentos que no han podido olvidar y verán que todos
ellos tienen la misma característica: son aglutinantes de una realidad
infinitamente más vasta que la de su mera anécdota, y por eso han influido en
nosotros con una fuerza que no haría sospechar la modestia de su contenido
aparente, la brevedad de su texto. Y ese hombre que en un determinado momento
elige un tema y hace con él un cuento será un gran cuentista si su elección
contiene -a veces sin que él lo sepa conscientemente- esa fabulosa apertura de
lo pequeño hacia lo grande, de lo individual y circunscrito a la esencia misma
de la condición humana. Todo cuento perdurable es como la semilla donde está
durmiendo el árbol gigantesco. Ese árbol crecerá en nosotros, dará su sombra en
nuestra memoria.
Sin embargo, hay que aclarar mejor esta noción
de temas significativos. Un mismo tema puede ser profundamente significativo
para un escritor, y anodino para otro; un mismo tema despertará enormes
resonancias en un lector, y dejará indiferente a otro. En suma, puede decirse
que no hay temas absolutamente significativos o absolutamente insignificantes.
Lo que hay es una alianza misteriosa y compleja entre cierto escritor y cierto tema
en un momento dado, así como la misma alianza podrá darse luego entre ciertos
cuentos y ciertos lectores. Por eso, cuando decimos que un tema es
significativo, como en el caso de los cuentos de Chejov, esa significación se
ve determinada en cierta medida por algo que está fuera del tema en sí, por
algo que está antes y después del tema. Lo que está antes es el escritor, con
su carga de valores humanos y literarios, con su voluntad de hacer una obra que
tenga un sentido; lo que está después es el tratamiento literario del tema, la
forma en que el cuentista, frente a su tema, lo ataca y sitúa verbal y
estilísticamente, lo estructura en forma de cuento, y lo proyecta en último
término hacia algo que excede el cuento mismo. Aquí me parece oportuno mencionar
un hecho que me ocurre con frecuencia, y que otros cuentistas amigos conocen
tan bien como yo. Es habitual que en el curso de una conversación, alguien
cuente un episodio divertido o conmovedor o extraño, y que dirigiéndose luego
al cuentista presente le diga: "Ahí tienes un tema formidable para un
cuento; te lo regalo."
A mí me han reglado en esa forma montones de
temas, y siempre he contestado amablemente: "Muchas gracias", y jamás
he escrito un cuento con ninguno de ellos. Sin embargo, cierta vez una amiga me
contó distraídamente las aventuras de una criada suya en París. Mientras
escuchaba su relato, sentí que eso podía llegar a ser un cuento. Para ella esos
episodios no eran más que anécdotas curiosas; para mí, bruscamente, se cargaban
de un sentido que iba mucho más allá de su simple y hasta vulgar contenido. Por
eso, toda vez que me he preguntado: ¿Cómo distinguir entre un tema
insignificante, por más divertido o emocionante que pueda ser, y otro
significativo?, he respondido que el escritor es el primero en sufrir ese
efecto indefinible pero avasallador de ciertos temas, y que precisamente por
eso es un escritor. Así como para Marcel Proust el sabor de una magdalena
mojada en el té abría bruscamente un inmenso abanico de recuerdos aparentemente
olvidados, de manera análoga el escritor reacciona ante ciertos temas en la
misma forma en que su cuento, más tarde, hará reaccionar al lector. Todo cuento
está así predeterminado por el aura, por la fascinación irresistible que el
tema crea en su creador.
Llegamos así al fin de esta primera etapa del
nacimiento de un cuento, y tocamos el umbral de su creación propiamente dicha.
He aquí al cuentista, que ha escogido un tema valiéndose de esas sutiles
antenas que le permiten reconocer los elementos que luego habrán de convertirse
en obra de arte. El cuentista está frente a su tema, frente a ese embrión que
ya es vida, pero que no ha adquirido todavía su forma definitiva. Para él ese
tema tiene sentido, tiene significación. Pero si todo se redujera a eso, de poco
serviría; ahora, como último término del proceso, como juez implacable, está
esperando al lector, el eslabón final del proceso creador, el cumplimiento o
fracaso del ciclo. Y es entonces que el cuento tiene que nacer puente, tiene
que nacer pasaje, tiene que dar el salto que proyecte la significación inicial,
descubierta por el autor, a ese extremo más pasivo y menos vigilante y muchas
veces hasta indiferente que se llama lector.
Los cuentistas inexpertos suelen caer en la
ilusión de imaginar que les basta escribir lisa y llanamente un tema que los ha
conmovido, para conmover a su turno a los lectores. Incurren en la ingenuidad
de aquel que encuentra bellísimo a su hijo, y da por supuesto que todos los
demás lo ven igualmente bello. Con el tiempo, con los fracasos, el cuentista
capaz de superar esa primera etapa ingenua, aprende que en la literatura no
bastan las buenas intenciones.
Descubre que para volver a crear en el lector
esa conmoción que lo llevó a él a escribir el cuento, es necesario un oficio de
escritor, y que ese oficio consiste, entre muchas otras cosas, en lograr ese
clima propio de todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la
atención, que aísla al lector de todo lo que lo rodea para después, terminado
el cuento, volver a conectarlo con sus circunstancias de una manera nueva,
enriquecida, más honda o más hermosa. Y la única forma en que puede conseguirse
este secuestro momentáneo del lector es mediante un estilo basado en la
intensidad y en la tensión, un estilo en el que los elementos formales y
expresivos se ajusten, sin la menor concesión, a la índole del tema, le den su
forma visual y auditiva más penetrante y original, lo vuelvan único,
inolvidable, lo fijen para siempre en su tiempo y en su ambiente y en su
sentido más primordial. Lo que llamo intensidad en un cuento consiste en la
eliminación de todas las ideas o situaciones intermedias, de todos los rellenos
o fases de transición que la novela permite e incluso exige.
Ninguno de ustedes habrá olvidado El barril de
amontillado, de Edgar A. Poe. Lo extraordinario de este cuento es la brusca
prescindencia de toda descripción de ambiente. A la tercera o cuarta frase
estamos en el corazón del drama, asistiendo al cumplimiento implacable de una
venganza. Los asesinos, de Hemingway, es otro ejemplo de intensidad obtenida
mediante la eliminación de todo lo que no converja esencialmente al drama. Pero
pensemos ahora en los cuentos de Joseph Conrad, de D. H. Lawrence, de Kafka. En
ellos, con modalidades típicas de cada uno, la intensidad es de otro orden, y
yo prefiero darle el nombre de tensión. Es una intensidad que se ejerce en la
manera con que el autor nos va acercando lentamente a lo contado. Todavía
estamos muy lejos de saber lo que va a ocurrir en el cuento, y sin embargo no podemos
sustraernos a su atmósfera. En el caso de El barril de amontillado y de Los
asesinos, los hechos despojados de toda preparación saltan sobre nosotros y nos
atrapan; en cambio, en un relato demorado y caudaloso de Henry James -La
lección del maestro, por ejemplo- se siente de inmediato que los hechos en sí
carecen de importancia, que todo está en las fuerzas que los desencadenaron, en
la malla sutil que los precedió y los acompaña. Pero tanto la intensidad de la
acción como la tensión interna del relato son el producto de lo que antes llamé
el oficio de escritor, y es aquí donde nos vamos acercando al final de este
paseo por el cuento.
En mi país, y ahora en Cuba, he podido leer
cuentos de los autores más variados: maduros o jóvenes, de la ciudad o del
campo, entregados a la literatura por razones estéticas o por imperativos
sociales del momento, comprometidos o no comprometidos. Pues bien, y aunque
suene a perogrullada, tanto en la Argentina como aquí los buenos cuentos los
están escribiendo quienes dominen el oficio en el sentido ya indicado. Un
ejemplo argentino aclarará mejor esto. En nuestras provincias centrales y
norteñas existe una larga tradición de cuentos orales, que los gauchos se
transmiten de noche en torno al fogón, que los padres siguen contando a sus
hijos, y que de golpe pasan por la pluma de un escritor regionalista y, en una
abrumadora mayoría de casos, se convierten en pésimos cuentos. ¿Qué ha
sucedido? Los relatos en sí son sabrosos, traducen y resumen la experiencia, el
sentido del humor y el fatalismo del hombre de campo; algunos incluso se elevan
a la dimensión trágica o poética. Cuando uno los escucha de boca de un viejo
criollo, entre mate y mate, siente como una anulación del tiempo, y piensa que
también los aedos griegos contaban así las hazañas de Aquiles para maravilla de
pastores y viajeros. Pero en ese momento, cuando debería surgir un Homero que
hiciese una Iliada o una Odisea de esa suma de tradiciones orales, en mi país
surge un señor para quien la cultura de las ciudades es un signo de decadencia,
para quien los cuentistas que todos amamos son estetas que escribieron para el
mero deleite de clases sociales liquidadas, y ese señor entiende en cambio que
para escribir un cuento lo único que hace falta es poner por escrito un relato
tradicional, conservando todo lo posible el tono hablado, los giros campesinos,
las incorrecciones gramaticales, eso que llaman el color local. No sé si esa
manera de escribir cuentos populares se cultiva en Cuba; ojalá que no.