Todavía llevaban
pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre todos los deportes
preferían el fútbol y estábamos aprendiendo
a correr olas, a zambullirnos desde el segundo
trampolín del Terrazas, y eran traviesos, lampiños, curiosos,
muy ágiles, voraces.
Ese año, cuando Cuéllar
entró al Colegio Champagnat.
Hermano Leoncio,
¿cierto que viene uno nuevo? , ¿para el «Tercero
A», Hermano? Sí, el
Hermano Leoncio apartaba
de un manotón el moño que le
cubría la cara, ahora a callar.
Apareció una mañana, a la bara de la formación, de la mano de su papá, y el Hermano Lucio lo
puso a la cabeza de la fila porque era más
chiquito todavía que Rojas, y en la clase el Hermano
Leoncio lo sentó atrás, con nosotros, en esa carpeta vacía,
jovencito. ¿Cómo se llamaba? Cuéllar, ¿y tú? Choto, ¿y tú? Chingolo,
¿y tú? Mañuco, ¿y tú? Lalo. ¿Miraflorino? Sí, desde el mes pasado,
antes vivía en San Antonio y ahora en Mariscal
Castilla, cerca del Cine Colina.
Era chanconcito (pero no sobón):
la primera semana salió quinto y la siguiente tercero y después
siempre primero hasta el accidente, ahí comenzó a flojear
y a sacarse malas notas. Los catorce Incas, Cuéllar, decía el Hermano Leoncio, y él se los recitaba
sin respirar,
los Mandamientos, las tres
estrofas del Himno Marista,
la poesía Mi bandera de López Albújar: sin respirar. Qué trome, Cuéllar, le decía Lalo y el Hermano muy buena memoria, jovencito, y a nosotros
¡aprendan, bellacos! El se lustraba las uñas en la solapa del saco y miraba a toda la clase por encima del hombro,
sobrándose (de a mentiras, en el
fondo no era sobrado, sólo un poco loquibambio
y juguetón. Y, además, buen compañero. Nos soplaba en los exámenes y en
los recreos nos convidaba chupetes, ricacho, tofis, suertudo,
le decía Choto, te dan más propina que a nosotros cuatro, y él por las buenas notas que sacaba, y nosotros
menos mal que eres buena gente, chanconcito, eso lo salvaba).
Las clases de la Primaria
terminaban a las cuatro, a las cuatro y diez el Hermano Lucio hacía romper filas y a las cuatro y cuarto ellos estaban en la cancha de fútbol. Tiraban los maletines
al pasto, los sacos, las corbatas,
rápido, ponte en el arco antes que lo pesquen otros, y en su jaula Judas se
volvía loco, guau, paraba el rabo, guau guau, les mostraba los colmillos, guau guau guau, tiraba
saltos mortales, guau guau guau guau, sacudía los alambres. Pucha diablo si se escapa un día, decía Chingolo, y Mañuco si se escapa hay que quedarse quietos, los daneses sólo mordían cuando olían que
les tienes miedo, ¿quién te lo dijo?, mi viejo, y Choto yo me treparía al arco, ahí no lo
alcanzaría, y Cuéllar sacaba su puñalito y chas chas lo soñaba, deslonjaba y enterrabaaaaaauuuu,
mirando al cielo,
uuuuuuaaauuuu, las dos manos en la boca, auauauauauuuuu: ¿qué tal gritaba
Tarzán? Jugaban apenas hasta las cinco pues a esa hora salía la Media y a nosotros los grandes nos
corrían de la cancha a las buenas o a
las malas. Las lenguas afuera, sacudiéndonos y sudando recogían libros, sacos y corbatas y salíamos a la calle.
Bajaban por la Diagonal haciendo pases de
basquet con los maletines,
chápate ésta papacito, cruzábamos el Parque a la altura de Las Delicias,
¡la chapé! ¿viste, mamacita?, y en la bodeguita
de la esquina de D’Onofrio comprábamos
barquillos
¿de vainilla?, ¿mixtos?, echa un poco más, cholo, no estafes, un poquito de limón, tacaño, una yapita de fresa. Y después seguían bajando por la Diagonal,
el Violín Gitano, sin hablar,
la calle Porta, absortos en
los helados, un semáforo, shhp chupando shhp y saltando hasta
el edificio San Nicolás y ahí Cuéllar se despedía, hombre, no te vayas todavía, vamos al Terrazas, le pedirían la
pelota al Chino, ¿no quería jugar por la selección de la
clase?, hermano, para eso había que
entrenarse un poco, ven vamos anda, sólo hasta las seis, un partido de fulbito
en el Terrazas, Cuéllar.
No podia, su papá no lo
dejaba, tenía que hacer las tareas.
Lo acompañaban hasta su casa, ¿cómo
iba a entrar al equipo de
la clase si no se entrenaba?, y por fin acabábamos yéndonos al Terrazas
solos. Buena gente pero muy chancón,
decía Choto, por los estudios descuida el deporte, y Lalo no era culpa suya, su viejo debía ser un fregado, y Chingolo claro, él se moría por venir con ellos y Mañuco
iba a estar bien difícil
que entrara al equipo, no tenía físico, ni patada,
ni resistencia, se cansaba ahí mismo, ni nada. Pero cabecea
bien, decía Choto, y además era hincha nuestro,
había que meterlo corno sea
decía Lalo, y Chingolo para que esté con
nosotros y Mañuco si, lo meteríamos, ¡aunque iba a estar más difícil!
Pero Cuéllar, que era terco y se moría por jugar en el equipo, se entrenó
tanto en el verano que al año siguiente se ganó el puesto de interior
izquierdo en la selección de la clase: mens sana in
corpore sano, decía el Hermano Agustín, ¿ya veíamos?, se
puede ser buen deportista y aplicado en los estudios, que siguiéramos su ejemplo. ¿Cómo has hecho?, le decía Lalo,
¿de dónde esa cintura, esos pases, esa codicia de pelata, esos tiros al ángulo? Y él: lo había entrenado
su primo el Chispas
y su
padre lo llevaba
al Estadio todos los domingos y ahí, viendo a 1os craks, les aprendía los trucos
¿captábamos? Se había pasado los tres meses sin ir a las matinés ni a las playas, sólo viendo y jugando
fútbol mañana y tarde,
toquen esas pantorrillas,
¿no se
habían puesto duras? Sí,
ha mejorado mucho, le decía
Choto al Hermano Lucio, de veras, y Lalo es un delantero ágil
y trabajador, y Chingolo qué bien organizaba
el ataque y, sobre todo, no perdía la moral, y Mañuco
¿vio cómo
baja hasta el arco a buscar pelota cuando el enemigo va dominando, Hermano Lucio? ,
hay que meterlo al equipo.
Cuéllar se reía feliz, se soplaba las uñas y se las lustraba en la camiseta
de «Cuarto A», mangas blancas y
pechera azul: ya está, le decíamos,
ya te metimos pero no te sobres.
En julio, para el Campeonato Interaños, el Hermano Agustín autorizó al equipo de «Cuarto
A» a entrenarse dos veces por semana, los lunes y los viernes,
a la hora de Dibujo y Música. Después del segundo recreo, cuando el patio
quedaba vacío, mojadito por la garúa, lustrado corno un chimpún
nuevecito, los once seleccionados bajaban a la cancha, nos cambiábamos el uniforme y, con zapatos de fútbol y buzos negros, salían de los camarines en
fila india, a paso gimnástico, encabezados por
Lalo, el capitán. En todas las ventanas de las aulas aparecían
caras envidiosas que espiaban sus carreras, había un
vientecito frío que arrugaba las aguas
de la piscina (¿tú te bañarías?, después
del match, ahora no, brrrr qué frío),
sus saques, y movía las copas de los
eucaliptos y ficus del Parque que asomaban sobre el muro amarillo del Colegio,
sus penales y la mañana se iba
volando: entrenamos regio, decía
Cuéllar, bestial, ganaremos. Una hora después
el Hermano Lucio tocaba el silbato y, mientras se desaguaban las
aulas y los años formaban en el patio, los seleccionados nos
vestíamos para ir a sus casas a almorzar. Pero Cuéllar se demoraba porque (te copias todas las de
los craks, decía Chingolo, ¿quién te crees?, ¿Toto Terry?) se metía siempre a la ducha después de los entrenamientos.
A veces ellos se duchaban también, guau, pero ese día, guau guau, cuando Judas
se apareció en la puerta de los camarines, guau guau guau, solo Lalo y Cuéllar se estaban
bañando: guau guau guau guau. Choto, Chingolo
y Mañuco saltaron por las ventanas, Lalo chilló se escapó mira
hermano y alcanzó a cerrar la puertecita de la ducha en el hocico mismo del
danés. Ahí, encogido, losetas blancas, azulejos y chorritos de agua, temblando,
oyó los ladridos de Judas, el llanto de Cuéllar,
sus gritos, y oyó aullidos, saltos, choques, resbalones
y después sólo ladridos, y un montón de tiempo después,
les juro (pero cuánto, decía Chingolo, ¿dos minutos?, más hermano,
y Choto ¿cinco ?, más mucho más), el vozarrón
del Hermano Lucio, las lisuras
de Leoncio (¿en español, Lalo?, sí, también en francés,
¿le entendías?,
no, pero se imaginaba que eran
lisuras, idiota, por la furia de su voz), los carambas, Dios mío, fueras, sapes, largo largo, la
desesperación de los Hermanos, su
terrible susto. Abrió la puerta y ya se lo llevaban cargado, lo vio apenas
entre las sotanas negras, ¿desmayado?, sí, ¿calato, Lalo?, sí y sangrando, hermano, palabra,
qué horrible: el ballo
entero era pulita sangre.
Qué más, qué pasó después
mientras yo me vestía,
decía Lalo, y Chingolo el Hermano Agustín y el Hermano
Lucio metieron a Cuéllar en la camioneta de la Dirección, los vimos desde la escalera, y Choto
arrancaron a ochenta (Mañuco cien) por hora, tocando bocina y bocina
corno los bomberos, corno
una ambulancia. Mientras
tanto el Hermano
Leoncio perseguía a Judas que iba y venía por el patio dando brincos, volantines, lo agarraba y lo metía a su jaula y por entre los alambres (quería matarlo, decía Choto, si lo hubieras
visto, asustaba) lo azotaba
sin misericordia, colorado,
el moño bailándole sobre la cara.
Esa semana,
la misa
del domingo, el rosario del viernes y las oraciones del principio y del
fin de las clases fueron por el restablecimiento de Cuéllar, pero los Hermanos se enfurecían
si los alumnos hablaban entre ellos del accidente, nos chapaban y un cocacho, silencio,
toma, castigado hasta las
seis. Sin embargo ése fue el único tema
de conversación en los recreos y en
las aulas, y el lunes siguiente cuando, a la salida del Colegio, fueron a visitarlo
a la Clínica Americana, vimos que no
tenía nada en la cara ni en las manos. Estaba en
un cuartito lindo, hola Cuéllar,
paredes blancas y cortinas cremas, ¿ya te sanaste, cumpita?, junto a un jardín con florecitas, pasto y un árbol. Ellos lo estábamos
vengando, Cuéllar, en cada recreo pedrada y pedrada contra la jaula de Judas y
él bien hecho, prontito no le quedaría
un hueso sano al desgraciado, se reía, cuando saliera
iríamos al Colegio de fioche y entraríamos por los techos,
viva el jovencito pam pam, el Aguila Enmascarada
chas chas, y le haríamos ver
estrellas, de buen humor pero flaquito y pálido, a ese perro, como él a mí. Sentadas a la cabecera de Cuéllar había dos señoras que nos dieron chocolates y se salieron al jardín, corazón, quédate conversando con tus amiguitos, se fumarían un
cigarrillo y volverían, la del
vestido blanco es mi mamá,
la otra una tía. Cuenta, Cuéllar,
hermanito, qué pasó, ¿le
había dolido mucho?, muchísimo, ¿dónde lo había mordido?, ahí pues, y se muñequeó,
¿en la pichulita?, sí, coloradito, y se rió y nos reímos y las señoras desde la ventana adiós,
adiós corazón, y a nosotros sólo un momentito más porque Cuéllar todavía no estaba curado y él chist, era un secreto, su viejo
no quería, tampoco su vieja, que nadie supiera, mi cholo, mejor no digas nada,
para qué, había sido en la pierna nomás, corazón
¿ya? La operación duró dos horas, les dijo, volvería al Colegio dentro de
diez días, fíjate cuántas vacaciones
qué más quieres le había dicho el doctor. Nos fuimos y en la
clase todos querían saber, le cosieron la barriga,
cierto?, ¿con aguja e hilo,
cierto? Y Chingolo cómo se empavó cuando nos contó, ¿sería pecado hablar de eso?,
Lalo no, qué iba a ser, a él su mamá le
decía cada noche antes de acostarse
¿ya te enjuagaste la boca, ya hiciste
pipí?, y Mañuco pobre Cuéllar, qué
dolor tendría, si un pelotazo ahí sueña a cualquier cómo sería un mordisco y
sobre todo piensa en los colmillos que
se gasta Judas, cojan piedras, vamos a la cancha, a la una, a las dos, a las tres, guau guau guau guau, ¿le gustaba?, desgraciado,
que tomara y aprendiera. Pobre Cuéllar, decía Choto, ya no podría lucirse en el Campeonato que empieza mañana, y Mañuco
tanto entrenarse de balde y lo peor es que, decía Lalo, esto nos ha debilitado el equipo, hay que rajarse si no queremos quedar a la cola, muchachos, juren que se rajarán.
CAP. 6
Cuando Lalo se casó con Chabuca, el mismo año que Mañuco y Chingolo se recibían de Ingenieros, Cuéllar ya había tenido varios accidentes y su Volvo andaba siempre
abollado, despintado, las lunas rajadas. Te matarás, corazón, no
hagas locuras y su viejo era el colmo,
muchacho, basta cuando no iba a cambiar, otra palomillada
y no le daría ni un centavo más,
que recapacitara y se enmendara, si
no por ti por su madre, se lo decía por su bien. Y nosotros: ya estás grande para juntarte con mocosos,
Pichulita. Porque le había dado por ahí. Las noches se las pasaba
siempre timbeando con los noctámbulos de
El Chasqui o del D'onofrio, o conversando y chupando
con los bola de oro, los mafiosos del Haití (¿a qué hora trabaja, decíamos, o será cuento que trabaja?), pero en el día vagabundeaba de un barrio de
Miraflores a otro y se lo veía en las esquinas,
vestido corno James Dean (blue jeans ajustados,
camisita de colores abierta desde el pescuezo hasta
el ombligo, en el pecho una cadenita
de oro bailando y enredándose entre los vellitos, mocasines blancos), jugando trompo con los cocacolas, pateando pelota en un garaje, tocando rondín. Su carro andaba siempre
repleto de rocanroleros de trece, catorce, quince años y, los domingos, se aparecía
en el Waikiki (hazme socio, papá, la tabla hawaiana era el mejor deporte para no engordar
y él
también podría ir, cuando hiciera sol, a almorzar
con la vieja, junto al mar) con pandillas
de criaturas, mírenlo, mírenlo, ahí está,
qué ricura, y qué bien acompañado se
venía, qué frescura: uno por uno los subía a su tabla hawaiana y se metía con ellos más allá de la reventazón. Les enseñaba a manejar
el Volvo, se lucía ante ellos dando curvas en dos ruedas en el Malecón y los
llevaba al Estadio, al cachascán, a los toros, a las carreras, al bowling, al box. Ya está, decíamos, era
fatal: maricón. Y también: qué le quedaba, se comprendía,
se le disculpaba pero, hermano, resulta
cada día más difícil juntarse
con él, en la calle
lo miraban, lo silbaban y lo señalaban, y
Choto a ti te importa mucho el qué dirán, y Mañuco lo rajaban
y Lalo si nos ven mucho con él y Chingolo te confundirán.
Se dedicó un tiempo al deporte y elIo lo hace más que nada para figurar: Pichulita
Cuéllar, co- rredor de autos corno antes de olas. Participó en el Circuito de Atocongo y llegó tercero.
Salió fotografiado en La Crónica y
en El Comercio felicitando al ganador, Arnaldo
Alvarado era el mejor, dijo Cuéllar, el pundonoroso perdedor.
Pero se hizo más famoso todavía un poco después,
apostando una carrera al amanecer, desde la Plaza San Martín hasta el Parque Salazar, con Quique Ganoza, éste por la buena pista, Pichulita contra el
tráfico. Los patrulleros lo persiguieron desde Javier Prado, sólo lo alcanzaron en Dos de Mayo, cómo correría.
Estuvo un día en la Comisaría y
¿ya está?, decíamos, ¿con este escándalo escarmentará y se corregirá? Pero a las pocas
semanas tuvo su primer accidente grave, haciendo el paso de la muerte -las manos amarradas al
volante, los ojos vendados- en la Avenida Angamos. Y el segundo, tres meses después, la noche que le dábamos la despedida de soltero a
Lalo. Basta, déjate de niñerías,
decía Chingolo, para de una vez que
ellos estaban grandes para estas bromitas y queríamos bajarnos.
Pero él ni de a juego, qué teníamos,
¿desconfianza en el trome?, ¿tremendos vejetes
y con tanto miedo?, no se vayan a hacer pis, ¿dónde había una esquina con agua para dar
una curvita resbalando? Estaba
desatado y no podían convencerlo, Cuéllar, viejo, ya
estaba bien, déjanos
en nuestras casas, y Lalo mañana se iba a casar, no quería romperse el alma la víspera, no seas inconsciente, que no se
subiera a las veredas, no cruces con la luz roja a esta velocidad, que no fregara. Chocó contra un taxi en Alcanfores y Lalo no se hizo nada, pero Mañuco y Choto
se hincharon la cara y él se rompió
tres costillas. Nos peleamos y un tiempo después los llamó por teléfono
y nos amistamos y fueron a comer juntos pero esta vez algo se había fregado entre ellos y él y nunca más fue corno antes.
Desde entonces nos veíamos
poco y cuando Mañuco se casó le
envió parte de matrimonio sin invitación, y él no fue a la despedida y cuando Chingolo
regresó de Estados Unidos casado con una
gringa bonita y con dos hijos que apenitas
chapurreaban español, Cuéllar ya se había ido a la montaña, a Tingo María,
a sembrar café, decían,
y cuando venía a Lima y lo encontraban en la calle, apenas nos saludábamos, qué hay cholo, cómo estas Pichulita, qué te cuentas
viejo, ahí vamos, chau, y ya había vuelto a Miraflores, más loco que nunca, y. ya se había matado, yendo al Norte, ¿cómo?,
en un choque, ¿dónde ?, en las traicioneras curvas de Pasamayo,
pobre, decíamos en el entierro,
cuánto sufrió, qué vida tuvo, pero
este final es un hecho que se lo buscó.
Eran hombres hechos y derechos ya y teníamos todos
mujer, carro, hijos que estudiaban en
el
Champagnat, la lnmaculada o el Santa María, y se estaban construyendo una casita
para el verano
en Ancón, Santa Rosa o las playas del Sur, y
comenzábamos a engordar y a tener
canas, barriguitas, cuerpos blandos, a usar anteojos para leer, a sentir malestares
después de comer y de beber y
aparecían ya en sus pieles algunas pequitas, ciertas
arruguitas.
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